Los ocasos no tienen horas,
algunos días, incluso,
pueden las tres de la tarde,
derrumbar cualquier aurora.
¡Qué vil es el mundo en su girar!
No ama a nadie ni a nada,
no hay efectos,
ni potencias ni causas
que lo puedan hacer parar.
Pero mi mundo se quebró
(mil veces, en un segundo)
Se detuvo.
Y ahí, de reojo, justo enfrente
cruzaba la calle
una pata sin conejo.
Yo golpeado, aturdido;
ella indiferente y sonriente.
¡Cómo la expatriamos al olvido
a la avariciosa muerte!
¡Cómo aparece vestida de negro
para recordarnos nuestra suerte!
Silenciabamos al temor,
nos mirábamos callados;
ahora al fin se despertó,
me apuñaló mal entonada.
Pero esta aguja en el corazón
no me dejará tumbado.
¡Qué soberbia es la Victoria
de aquellos que se alimentan
de la pulpa de los ideales!
¡Qué soberbia es la Victoria
de los que ya no caminan
porque nunca tendrán miedo!
Y toda batalla será ganada;
y aunque jamás me llegue
el olor a tus sonrisas
-y esa utópica despedida-,
nunca más podrán oscurecer
tus escarpines de mi memoria,
donde te guardo, te envidio,
te celebro, te acuno,
te respiro, querida mía.
R.W. (J.L.P.)