Con las horas el reloj va llegando a un punto muerto. Las pastillas sirven a veces para los olvidados y harapientos que tienen o tuvieron su magia, que perdieron hace siglos aquel cristal para echar una mirada y poder ver más allá. Hay una silueta que me desvela en la oscuridad: no tiene apariencia de bestia o de hombre, ni animal ni fuego. Esta silueta muchas veces, convencida de su misteriosa habilidad, envuelve mi memoria en un sopor antiguo de esos que los sabios de blancas barbas hoy en día deben de estar disfrutando. El pensamiento se va poco a poco ralentando, las pupilas se dilantan y dejan de funcionar, el cuarto se escapa por algún punto de fuga, el lago se vuelve pesado y los brazos intentan, con un frenesí lamentable, escapar a esa inmovilidad. El teatrito se configura en lo que antes era alguna especie de lugar y ahora es un frasco, mejor dicho, el espejo. Allí, un espectro de a pinceladas lentas, aunque minuciosamente precisas, va cobrándose los rasgos que en todo este tiempo no fuiste capaz de definir, que podría haber pertenecido a cualquier otra maquinación de esas que te quitan el sueño en un día de rutina normal; sin embargo, esa sombra casi pareciese tronarse los dedos, acomodarse. Y eso, que en un principio parecía algún tipo de expiación, sublimación o -la mejor manera de interpretarlo, quizás- una "invención", delinea en una de sus confusas extremidades una boca profunda y, aunque rudimentaria, una voz empieza a brotar. Al principio, no lo comprendí (aún no lo comprendo) pero por sus gestos -por sus labios negros y secos- entendí que frente a mí se encontraba un niño de arena, con la mirada perdida en algún ojal. Verdugo como la cal se apareció, aislado en mi habitación, para desarmarme en llanto y violencia "Los entierros son terribles" me dice, sentencioso y cegador.
Luego, atinamos a las mismas palabras. Remarcable si consideramos que el lenguaje es cosa de azar, que el sentir al pensar, el pensar al sentir, y ambos al hablar, pueden tomar tantos gustos, tantos nombres, que siempre alternan nuestra vida entre quimeras y pedazos de pan de corazón.
"Lo sé, he asistido varias veces al nuestro" repetimos al mismo tiempo. Y en ese punto, esta crónica se fue camuflando con esa irónica sensación que para muchos de nosotros es el estar despiertos.
Luego, atinamos a las mismas palabras. Remarcable si consideramos que el lenguaje es cosa de azar, que el sentir al pensar, el pensar al sentir, y ambos al hablar, pueden tomar tantos gustos, tantos nombres, que siempre alternan nuestra vida entre quimeras y pedazos de pan de corazón.
"Lo sé, he asistido varias veces al nuestro" repetimos al mismo tiempo. Y en ese punto, esta crónica se fue camuflando con esa irónica sensación que para muchos de nosotros es el estar despiertos.