martes, abril 23, 2024

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 El uso de las redes sociales en la construcción de identidades en democracia.


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La tribu de mi calle


Hace más de una década que las plataformas de redes sociales vienen masificándose como espacio de interacción, comunicación, reconocimiento, entretenimiento y medio de información. 

El avance de las tecnologías en general, y las redes sociales en particular, han permitido democratizar la capacidad de producción y difusión de contenidos para muchos de nosotros. Todo puede arrancar con un celular o una Conectar Igualdad.

Más allá de que sea un reel de instagram, un retuit, un video de TikTok o un audio de whatsapp, esta forma de compartir a través de estos espacios va conformando comunidades, más pequeñas o más grandes, y termina modelando también la manera en que todos después terminamos relacionándonos al levantar la vista de la pantalla. 

Cada vez tiene menos sentido hablar de dos mundos, uno real y uno virtual, si pensamos en cómo en estos espacios de intercambio y creación de contenidos van haciendo nuestra identidad. 

Al mismo tiempo, a diferencia de otras formas que resaltan el compromiso mutuo (familia, parejas, amigxs, etc.) , la red nos da una forma de vincularnos más descomprometida,  “una matriz que conecta y desconecta a la vez.  En las redes, ambas actividades están habilitadas al mismo tiempo, es decir que conectarse y desconectarse son elecciones igualmente legítimas, del mismo estatus y de igual importancia.”

La red facilita períodos de interacción o de independencia según necesitemos; las conexiones se forman a voluntad y se pueden deshacer igualmente, evitando cualquier tensión innecesaria y manteniendo las interacciones placenteras.

¿Eso significa que las redes sociales son feas, sucias, malas? Claramente que no (yo a esta altura no sé si podría vivir sin unos buenos memes por día).

Lo que se intenta decir, es que si a esa naturaleza de “mi casi algo” de las redes se le suma una pandemia, un proceso de pérdida del poder adquisitivo y un auge de los pensamientos de extrema derecha a nivel global, pueden dar como resultado un aumento del individualismo; una búsqueda constante de validación inmediata con corazoncitos mientras bloqueamos  emociones que nos incomodan. 


Los consumos digitales y el bait al acecho


Resultados de la Encuesta de Consumos Culturales del Ministerio de Cultura (2023), arrojan datos que en nuestro país el uso de redes sociales viene subiendo sostenidamente, mientras que el consumo de TV, por ejemplo, cae poco a poco.

De hecho, el 97% de los hogares cuentan con un dispositivo celular, contra un 91% de hogares con televisión. La presencia de WhatsApp es prácticamente universal (92%), pero también son masivos YouTube, Facebook e Instagram.


Actualmente, una gran parte de nosotros nos informamos frecuentemente a través de diarios digitales (46%) y, principalmente, mediante redes sociales (48%).


Abro hilo


En este sentido, mención aparte merece Twitter (jamás le voy a poder decir X). Brasil es el país con más usuarios activos de Twitter en la región. Sin embargo, al medirlo sobre la población total, Argentina termina superando al resto, coronándonos como los más tuiteros de latinoamérica (muchaaachos). 


  1. Argentina: 7,5 millones de usuarios de twitter (16 cada 100 habitantes)

  2. México, 17,2 millones de usuarios de twitter (13 cada 100 habitantes)

  3. Brasil 24,3 millones de usuarios de twitter (11 cada 100 habitantes


De hecho, la cantidad de usuarios activos de esta red social creció en un millón y medio durante los años de pandemia (20% más respecto a 2019), algo que también sucedió a nivel mundial. 

No es la intención agarrarnos particularmente con los tuiteros, pero a diferencia del resto de las plataformas, la red del expajarito es un caso súper paradigmático: nació con una dinámica principalmente textual, con una mayor orientación a buscar y compartir opiniones que otro tipos de contenidos (videos, música, fotos, etc.). Asimismo, a diferencia de otras redes que están más orientadas a socializar y conectar con personas que conocemos, en Twitter la lógica es tanto más abierta como más anónima. Esta última característica le da un plus a esa cosa descomprometida de relacionarse.

Uno muchas veces llega a Twitter para poder tener data de primera mano de aquellas personas que nos interesan lo que producen, lo que hacen o lo que dicen. Hay una sensación de cercanía que es alimentada por la inmediatez, la espontaneidad y la limitación de los caracteres. Esto también le da un aire democrático: los contenidos generados por esos que seguimos y nos copan del ámbito de la música, el fútbol, el periodismo, pueden virtualmente llegar a tener la misma repercusión que la de cualquier usuario.

En el ámbito político, y sobre todo para los jetones mediáticos, Twitter funciona como un medio de comunicación de nicho. Permite dar a conocer agendas sin los límites de los medios tradicionales. O sea, digamos, poder decir lo que quieras. Pero, a diferencia de lo que se percibe, esa agenda casi siempre se construye y se transmite de forma unidireccional en la que los receptores la obtienen, y a partir de allí, ellos comparten, comentan, aceptan o atacan. Esa sensación de lo colectivo disimula una actitud pasiva, donde lo creativo, lo complejo, quedan de lado.


Los despiadados


En la cultura del bait lo que importa es llamar la atención, es destacar sobre el resto. Esa necesidad del like, del retuit, del refuerzo positivo, está acompañada, muchas veces, de la humillación del otro. Garpa lo directo, el blanco/negro, no pasar desapercibido. Oscar Wilde decía algo así como que lo único peor a que hablen mal de nosotros, es que no hablen de nosotros. Y para eso, parece que vale todo.

Pero entonces, o sea, digamos, ¿esto puede haber influido en nuestra convivencia democrática?

Uno de los problemas es que en el mundo del bait, donde pastorean los troll, se confunde transgresión con rebeldía. Se promueve una “libertad de expresión” casi total, sin barreras ni límites. Si bien luego del caso de Cambridge Analytica han surgido algunas propuestas de regulación de las plataformas, en muchos países las mismas continúan autoregulándose. 

Esta idea resuena bastante con el pensamiento de Friedrich Hayek - uno de los más citados por el presiduende-, quien argumentaba que ninguna persona posee el monopolio de la verdad y que las ideas deben luchar libremente en un mercado de pensamientos. El problema de esto es que termina en una posición profundamente anticientífica y antiempática. 

Si se sostiene tanto que somos parte del mundo occidental, existen determinadas formas de construir conocimiento sobre la realidad consensuadas, basadas en el método científico (terraplanistas alert)

Aquellos conocimientos que quizá pueden no estar consensuados, formas de ver el mundo, opiniones políticas, etc., requieren por lo menos un respeto por el otro. Particularmente, de este lado creemos, como dijo Cristina, que la historia siempre se crea desde lo colectivo, nunca desde lo individual.

“El troll no tiene interés por la verdad o dialogar con otros. Su único propósito es menospreciar y agredir, ganar las pequeñas y olvidables batallas de X/Twitter y cosechar “me gusta” y pulgares en alto.”. El problema es cuando la visión del hater se mete en la convivencia democrática y social.

Aparte de Conan, este quizá es el sueño de Milei cuando nos promete la eliminación del Estado: un espacio anárquico, donde todo es virtualmente posible, hasta lo más cruel, sin ningún tipo de límite. Quizá de esto es lo que quiere: la desregulación absoluta de los órdenes de la vida, un espacio donde el que es capaz de cualquier cosa, el despiadado, es el que termina ganando.



Cien flores de mil matices

Los argentinos usamos cada vez más las redes sociales para informarnos, incluso ya superando a la televisión. En casi todas las casas, hay celulares con conexión a internet. La capacidad de generar, compartir y buscar contenido a través de las redes es casi infinito. De esa manera, nos comunicamos, estudiamos, googleamos recetas, streameamos, compartimos memes. Creamos y boludeamos. Nos conectamos más fácilmente con lo que queremos. Es un espacio para la construcción colectiva.


Sin embargo, esto también moldea nuestra forma de pensar, debatir y, sobre todo, hacer con el otro. La canalización a través de las redes tiene su recompensa inmediata que en ciertos casos depende de cuánto uno llama la atención, sea compartiendo un video, comentando algo o insultando a alguien. En las redes en general, y en tuiter en particular, no hay mucho espacio para los matices. Importa más que no te claven el visto a que te bloqueen. 

Y ahí empieza el quilombo: cuando no reconocemos que estar online impacta también en la vida “real”. Esta dinámica de conectar/desconectar digitalmente puede llevar a likear, compartir, insultar, como sujetos pasivos, en una tierra plana, donde es más fácil tuitear que organizar. Y ni hablemos de la ansiedad.

Literalmente: tenemos un presidente que construye agenda retuiteando, una Ministra de Seguridad con una filosofía muy interesante tiktokera, un bot falso que toma como fuente el Ministro de Economía para afirmar que los precios están bajando. Oficinas de trolls. Discursos de odio que terminan en actos de violencia hacia mujeres y disidencias. 

Esta forma de informarnos, vincularnos y comunicarnos nos va moldeando de cada vez más jóvenes. Luego del caso de Cambridge Analytica y relevamientos de Amnistía Internacional, empezó a discutirse cuál tiene que ser el rol que debe tomar el Estado frente a la autoregulación de las redes sociales.

Quizá sea momento de discutir cómo incluir una educación digital que brinde herramientas para ayudar a entender cómo funcionan los motores de búsqueda, el famoso algoritmo. Que nos permita encontrar lo que buscamos sabiendo que lo que encontramos es lo que queríamos encontrar.

El problema no es la herramienta. Las plataformas nos permiten construir comunidades, organizarnos. La idea es simplemente parar un poco la pelota y entender cómo afecta nuestra manera de vincularnos. Cómo nos puede permitir potenciar ideas. Cómo hacerle un mínimo filtro a las cosas que nos llegan. 

 Ya existen lugares tan progresistas como la OEA donde se está empezando a discutir una mayor regulación que poco tienen que ver con la censura democrática de las redes. En 2021, Argentina se sumó al Pacto por la Información y la Democracia y organizó un foro internacional que dio inicio a la creación de un proyecto conocido como “Acuerdo amplio sobre buenas prácticas en Internet”. Con esta acción, nuestro país comenzó a construir mecanismos de gobernanza en línea con la nueva tendencia global de regular las plataformas de redes sociales. Sin embargo, puede que la poca eficacia comunicativa no haya permitido sensibilizar ni avanzar en el debate. Quizá es momento de volver a poner en agenda la discusión de los límites para que no ganen los despiadados.