viernes, diciembre 08, 2006

Lady in red.

El otro día la conocí. Llevábamos siglos perdidos, entre lujuria artificial y vergüenza, flotando entre anillos y anillos, deshechos y olvidados de nosotros mismos.

Habrá sido un día soleado (¿o acaso nublado?), en esas tardes donde la primavera juega a no estar, y los guantes nos alejan de lo inmediatamente real, cuando los sentidos se echan un paso para atrás y los paraguas afloran frívolos (probablemente haya estado nublado pues). El frío mostraba esas mecánicas mandíbulas y sonreía.

Hago aquí un punto y aparte para dar abrirles mi maletín mental y pedirles perdón por ser tan recurrente en el impreciso y desarraigado uso del condicional subjuntivado, pero todo mi pasado ya me estoy dando cuenta, está condenado para siempre a encadenar a mi futuro, que será siempre mi pasado.

La cuestión es que sería yo uno de esos pobres indios que vagan sin norte ni tierra, tan desamparados, inventando muecas para sobrevivir a este tremendo jardín de apatía indiferencial (¡gran pique-nique de manzanas verdes y bombines!), donde actualmente me encontraba. Alguno de ellos, pelado, además de encerdecido -y es probable que con una postura inverosímilmente recta- me invitaría a una convención de esas donde se explica nada y se entiende aún menos. Cruzando algunas palabras con el hombre (¿o mujer?):

- Acérquese, pruebe un poco de los nuevos conocimientos que le ofrecemos. Le advierto, no es apta para individuos cohibidos producto de la sistematicidad de sus valores y el encadenamiento a antiguos conceptos total y absolutamente carentes de articulación real, objeto de una subjetivización emocional y antagónicos de cualquier tipo de verdad.

Estupefacto, y sin terminar de comprender lo que para mí eran palabras vacías, caminé unas cuadras hasta llegar a aquel extraño lugar. Sin embargo, olvidé que la extrañeza era en este mundo algo tan utópico, tan revolucionariamente imposible, que era absurdo pensar que habitase detrás de ese ventaneado portón. Atravesé el umbral y miré a ambos lados: una absoluto orden guardaba la soledad de las dos alas que se abrían a mi lado. Blanco, enloquecedoramente blanco. El piso, las paredes, hasta el techo (¿qué importa el color del techo si aun así nadie mira para arriba?) estaban pintados con la intención, quizá, de dar una sensación de armonía y bienestar, de comodidad. Encaré hacia las escaleras –ya que no había mucho más que ver en la hipnótica austeridad del blanco salón- y subí los treinta o cuarenta peldaños que me alejaban de aquella convención. Arriba, ya, sólo encontré una puerta (blanca) y una especie de bidón, con miles de vasos tirados en un pequeño cesto que había al lado. No sé con certeza cuantos habrán sido, tal vez doscientos, tal vez, trescientos... trescientos vasos (blancos, claro) amontonados dentro de un ínfimo cesto de basura, que casi quedaba chico para el volumen de vasos “descartables”.

Para hacer la cosa corta, atravesé la puerta y llegué a un tercer salón.