Me dolía tanto la cabeza. Ese enorme huevo violeta iba a a tardar en marcharse. El golpe había sido seco y con mis manos intenté parar el eco de mi conciencia que, a su vez, no paraba de resonar. Parecía haber algo en el suelo, una fruta bien redonda, creo que era una manzana: roja, brillante (y dura) como un sol en llamas. Aparentemente, algún Dios macabro, aburrido y solitario, tenía que divertirse con algún pobre diablo y decidió mandar su poco sutil Eva mensajera a noquarme en medio de la hierba, bajo el árbol de la inconsciencia.
¡Y tuve un sueño! Era algún lugar extraño, de noche o de día, sólo sé que olía a nublado. No había luz, pero no habían estrellas; no habían figuras pero sí habían sombras. Todo era una gran penumbra y yo no podía mirar directamente hacia arriba para decir si había algún Apolo vigilándome desde arriba, o no. Tal vez el problema era que, en realidad, no había cielo que mirar. Intenté avanzar unos pasos pero cada uno que daba, me llevaba para atrás, y por mis pies corría una especie de sensación de éxtasis, mis músculos eran tan livianos y no ensuciaban el suelo al caminar, de hecho, no parecían ni responder. Siempre me sorprendió el acto de caminar: debe ser que estamos tan acostumbrados que no nos damos cuenta lo infantil y agraciado que es el movimiento de subir y bajar las piernas, confiados de que siempre a algún lugar vamos a llegar, ¡pero imagínense si el mundo no se moviese bajo los pies! ¿qué hacer? Temer, los hombres somos así; cuando algo no sale como esperamos, simplemente tememos, lloramos, gritamos. Y sin embargo... cuando tenemos miedo, intentamos escapar (o tal vez los más bravos y valientes, no dudan en actuar) ¿pero como escapar si siempre estamos en el mismo lugar? ¿y si no hay lugar a donde ir?
Dije que habían sombras. Sombras de fuego bajo mis pies. No había luz pero sí borrosas y espectrales figuras que despertaban como de un letargo y se juntaban a bailar, alrededor de su fogata. En esa danza, que no parecía acompañar otra melodía sino la del silencio, las sombras se juntaban y se alejaban, bailaban y se fusionaban: pasaban de ser efímeras a ser enormes y titánicas. Lo más curioso es que parecían escuchar lo que pensaba desde mi solitaria contemplanza. Hasta creo que, sin saber hablar, me mimaban con sus movimientos, con esa coordinada felicidad que era su forma de hacer el amor.
Pero algo sucedió. No sé qué fue exactamente, no recuerdo el momento preciso pero todo cambió. Dicen que los sueños son así, en el instante sus historias son confusas, bizarras, pero comprensibles y verosímiles. Lamentablemente, al despertar, las escenas se empiezan a desgarrar. En ese preciso momento, con nuestra razón le intentamos dar una forma, un molde, un sentido, un motivo y un principio: una cohesión para archivarlos a nuestra realidad.
Por eso, no sé cómo empezó, pero el fuego empezó a crecer. Una hoguera de mil infiernos comenzó a rodear y, paradójicamente, a bailar alrededor de sus bailarines. Ya no había amor: había terror. Se movían tratado de escapar; otros directamente, saltaban al fuego anticipando su final, se retorcían en gritos huecos mientras eran consumidos, desapareciéndo en una luz que cada vez más me cegaba y me impedía mirar. Vi entonces a un grupo de aquellas sombras, ajenas pero cercanas a las otras, y que no habían sido aún acorraladas, aunque estaban inmóviles, paralizadas. Les pedí que los ayudaran, que los socorrieran -con mi conciencia-, que los rescataran; pero ya eran todos sordos: poco a poco se alejaron y huyeron hacia la oscuridad.
Había tantos gritos que no pude reconocer el momento en el que aquella figura se puso mi lado, a observar. Era borrosa, como todo alrededor, como yo. Lo miré un segundo. - ¿Quién es usted?, le pregunté.
- Si sólo pudiese ver las estrellas, pero ni cielo... –respondió con voz tranquila, ronca y pausada.
- Se están quemando, no puedo moverme, ¡vaya a ayudar, por el amor de Dios!
- ...Sí, es un horrible paisaje. – No parecía estar observando, más bien sufría lo que escuchaba, lo sentía; hubiese jurado que de, haber visto sus ojos, no habría encontrado mirada alguna.
- ¡Haga algo!
Pero todo estaba blanco, la luz no me dejó ver más, mis ojos me dolían y la cabeza me estallaba. Me desperté sólo para olvidar aquellos cinco minutos, cinco años, cincuenta siglos que había estado tirado. Y la manzana era lo único que tenía. Era roja, dura y, ahora, aplastada. Poco a poco no recordaba nada, poco a poco ya todo iba pasando, como agua bajo el puente, poco a poco ya no sabría nada, todo se habría ido. Probablemente, lo único que no olvidaría es que, aquella fruta, había caído de arriba.