Una vez, cuando tenía cinco años, iba de la mano de mi madre, luego de volver del jardín. Era mediodía, un día de noviembre, aunque no como estos noviembres calurosos, infernales y donde no se puede respirar. Casi puedo ver la situación: yo, con un guardapolvo verde, de un metro y dedos de estatura, rapado y con una buena sonrisa. Mi vieja que no sé por qué me vino a buscar, probablemente porque en ese momento no trabajaba, nunca estaba tan ocupada.
Claro, caminábamos... (cosa que cada vez hacemos menos) y caminábamos las siete u ocho cuadras que nos separaban de nuestra casa, un departamento de dos ambientes sobre San Juan y alguna calle que se ahogó en alguna de mis lagunas.
Ahí fue que ibamos caminando y pasamos por una plaza chiquita, con verdes muy saturados por la época del año, que tenía de esas baldosas rectangulares lisas de cemento (no de las cuadradas chiquitas que te hacen retumbar cuando vas con los patines, con la bicicleta o con la patineta). Allí, pasando, me di cuenta que una y media de estas baldosas se habían ido para abajo. La verdad no sé bien a qué se debía ni por qué es que se habían caído, pero se podía ver la tierra bajo toda esa capa de asfalto, granito y piedra que cubre la ciudad.
Y ahí, justo ahí, vi una planta crecer y trepar desde abajo hasta la superficie, escapándose de las baldosas. Fue, realmente, lo más hermoso que presencie en mi vida.
Creo que nunca fui tan alegre como en ese momento.
Aunque, quién dice, tal vez algún día encuentre una flor.