sábado, febrero 10, 2007

El último dedo.

Dedos.
Dedos.
Dedos.

Secos.

Dedos.
Dedos.
Dedos.

Muertos.

Me confundí una vez, cuando la espada cruzó mi alma y me olvidé de las canciones
de héroes y de amor.
Porque por más puta que sea la infancia, y todos los besos cabalguen en humo, no sabrás para nada quién fui ni quien soy.

No viviré más en este escamoso cuerpo. Fuego al polvo y polvo al fuego, las cenizas se convierten en queso y los ratones empiezan a llegar.

Roen huesos pero también roen cerebros. Roen muertos, roen vivos, roen memorias, roen recuerdos, roen, roen, roen.

¡Roen! ¡Roen! Todo parece finalmente perecer, en el organo toca el codo la coda, y cada uno de mis desmerecidos organos se empiezan a deshacer.

El destino llega en su carroaje, sus veinte corceles que escupen fuego y miedo, y el verdugo conductor fuma sin cenicero.
Tiene perlas la memoria, y a veces les brilla el amanecer, las colonias de abejas que muerden, no saben tampoco dónde hacer su miel.

Los semáforos lucen luces rojas, verdes y deseo. El cáctus se interna en un misterioso apartamento, oscuro y encantado, pero sin luz, agua ni documentos. La duda pica, como mil piojos (¡qué piojos, termitas!), y viene un ángel vengador que anuncia el invierno, de la razón y la co-razón.

Se me consumen las palabras, se quebrará una pata de mi despertador, se recuestan los asientos, se me apaga el encendedor. Se quiebran los sonidos, se corona el silencio. Y mi boca se seca... casi tan muda como mi alma y mis dedos.