Una canción de mi tierra,
sobre el polvo de sus rostros,
naufragos de descascaradas dunas.
Son una melodía, en un bosque de piedra,
a los que el tiempo se acordó de borrar.
No hay más que oscuridad,
en el ojo izquierdo de la mirada,
una perdida reencarnación,
que vaga sin valor ajeno,
y que de a poco pierde todo su valor.
A veces, el fuego se anima a encenderse,
pero no debe pudrirse
en la promesa de un cielo,
no debe alimentarse del futuro,
que siempre estará embarazado del pasado.
Nuestra avaricia es tan ciega,
no nos damos cuenta,
al beber nuestra propia carne,
al derramar nuestra propia sangre.