La rompiente bañaba hasta la vereda. El corazón de la luna no daba relevos, se entretenía sobre una única sombra, a la que le pasaron la bolsa de Atlas. Y camina la voz, lenta, pausada, oscila como un péndulo entre suspiro y latido. Lento. Atrás se figura un amanecer, se van escuchando las pisadas que se apoyan sobre el poniente, el rimel le da pinceladas al horizonte, se aclara la garganta algún pájaro. Adelante, la mirada se fija en otro lado, y sólo ven los ojos rojos del los amantes, como el ocaso que afila sus navajas; agua que brota, agua que quema, agua que no es más agua sino tierra. Y te entierra. La lluvia que bebemos es ácida; el relampagueo que no te hace mover el cuerpo: te parte el corazón ¡y el silencio te hace mierda!
Pero se escuchan unos pasos. Ni vos, ni yo, ni nadie. Todos estamos inmóviles, todos excepto el viento que nos tira abajo la puerta, y te señala, y te llama. Una alfombra de babas rojas zigzaguea hasta la entrada, y la rompiente abre el techo. La nieve roja que nos rodea ahora me entierra, y mis ojos te traicionan, y se me congelan todas las muecas.
¿Quién hubiese dicho que moriría en la nieve?
¡Y tiemblan tanto los árboles en invierno! Pero cuanto más tristes son aquellos que se cercenan... bailando hasta el poniente, las hojas de la arcaica primavera.