Odio al saxofonista. Es enorme, gigante, con sus barbas rubias y sus cabellos rubios y su cabeza gacha y todo ese porte intentando hacerse más pequeño, diminuto, con su sonido prácticamente imperceptible que entra en toda contradicción posible con sí mismo. Y sin embargo, un soplido austero, cálido, que revolotea cada tanto intentando sacudirse el silencio. Pero no lo desprecia, lo abraza, lo toma y lo acaricia con una mano de oro que poco a poco sube pero nunca llega a su altura, a la altura, a ese cuerpo al que le regalaron un saxofón de juguete (quizá el último que quedaba en el negocio); lo exprime y lo odio porque era lo único que le quedaba pero lo ama.