Pocas cosas pueden decirse sobre la muerte, más que
esperamos que cuando llegue lo haga rápido y con la dignidad necesaria para
transitar lo intransitable. No hay nada peor en la muerte que la soledad.
Y no
hay nada peor en la soledad que el silencio.
El silencio es aquello que nos
lleva, pausada y serenamente, hacia la locura, como si lo único que pudiera
salvarnos es la misma aventura contra la que luchamos toda la vida. Los golpes de fe contra los que alzamos la
mismísima condición humana, tienden a gotear flaquezas en tanto y en cuanto lo
verdaderamente imprescindible nos coloca, desnudos, frente a lo que siempre fuimos:
acción, dinamismo extremo.
Cada pulsión, cada tirón de sangre que chorrea por
dentro, sin darnos cuenta, sin ser conscientes las más de las veces, de que los
pequeños triunfos no sirven más que para el regocijo insípido de una fiebre que
nunca va a acabar. Es el fuego lo que respiramos dentro, la tremenda
satisfacción de estar vivos, lo que nos quema y nos hace cenizas.
Y de ahí, el
viento. La soledad y el viento, el silencio, la muerte: grandilocuencia poética
para no nombrar nada.